Pensaba que la felicidad sólo se encontraba en los cuentos, hasta que me vi corriendo por el pasillo de casa, directo a los brazos, siempre abiertos, de mi abuela.
Tengo gran capacidad de olvido, pero no me siento orgulloso de ello. Al contrario de lo que pudiera parecer, no lo considero ninguna habilidad. Desconozco a qué dedicaba mi tiempo con siete años, o dónde me llevaron mis padres de vacaciones con doce; cuál fue el primer libro que leí, o dónde me sentaba en clase. Hay poco que recuerde de aquella época. El primer sol de la mañana del verano, quizá, o el ocaso despidiéndose de los campos de La Mancha. Alguna partida al futbolín en los recreativos del pueblo, o las tardes de piscina, con Rocío, jugando a las cartas. Pensaba que la felicidad sólo se encontraba en los cuentos, hasta que me vi corriendo por el pasillo de casa, directo a los brazos -siempre abiertos- de mi abuela. El parnaso de los dioses, en fin, el paraíso, residía en las manos custridas de una mujer que se llama Macrina. A eso sabía el verano: a sentarse en un bordillo por la noche a escuchar cómo fue su infancia, qué hizo cuando llegaron ‘los malos’ en la posguerra cuando le quitaron el aceite de la tienda de alimentación que tenía su padre; a los vasos de leche con galletas de cada mañana, y a los churros con chocolate de los sábados.
A que Alejandra, María y Nuncia sonrieran al verme llegar. A que por las mañanas nos visitase la tía Silviria y recitase cuentos en prosa de memoria, mientras mi abuela hacía la comida, con los que acabábamos riendo a carcajadas. A la alegría de aquella espera impaciente, y con la comida hecha sobre la mesa, a que mamá llegase de trabajar para que comiéramos los tres juntos. A los paseos por los albores del pueblo entre viñedos, encinos y hayas, observando la imposibilidad de alcanzar el horizonte. A la luz de las farolas jugábamos al escondite los niños que habitábamos el barrio. Y, sin embargo, cuando acababa agosto, lo único que deseabas era que el próximo verano no cambiase nada. Que la abuela siguiera contando historias, que a tus amigos no les tocase recuperar ninguna en septiembre y que, en definitiva, los veranos no dejasen nunca de tener su magia. Lo peor del tiempo es cuando vuelves a mirarte en el espejo y te das cuenta que crecer consiste en aceptar que hay momentos que jamás volverán.
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