Reconozco que no estoy hecho para los conflictos, aunque mi vida haya estado llena de ellos. Me alteran, me sacan de mí mismo, me llevan a un lugar donde ya no consigo encontrarme. Mi psicóloga decía que esto podría deberse a que en mi infancia hubo demasiada violencia. Con los años confeccioné un mecanismo que consistía en esquivar las situaciones que, psicológicamente, me trasladaran a aquellos años en los que sufría abusos. Esto me hizo pensar que en el mundo hay personas que nacen con una sensibilidad que no les permite soportar la rudeza del hombre. Llevado al campo metafórico, es como si creciera una flor entre los escombros que deja una guerra.
Yo era ese último niño al que elegían en el patio del colegio cuando hacían equipos para jugar al fútbol. Y, como no nací para los conflictos, aceptaba el cruel destino de los que no dábamos pie con bola en ese dichoso deporte: la portería. Es un ritual casi milenario. A los que no encajábamos en ningún lugar siempre nos aguardaban los tres palos. El caso era sentirse integrado en el grupo, aunque fueras tú el que te llevaras los pelotazos. Con el tiempo aprendes a discernir entre una cosa y otra porque, quizás no es bullying que te elijan el último en el recreo, pero era extraño que hasta tus compañeros de equipo quisieran estrellar el balón en tus dientes. Algo pintaba mal, está claro. Pero a veces uno no se da cuenta del percal hasta que no sale de ahí, como en las relaciones tóxicas.
El problema de todo esto no es que me haya dado cuenta tarde, sino que debo aceptar que hay heridas que llevaré conmigo para siempre. Me parecía oportuno hablar de esto, ya que hace unos días aparecía en los medios la noticia de que el teléfono de atención al suicidio ha atendido unas 335 llamadas al día, lo que se traduce a unas 118.885 al año. En mi época suicida no había número de teléfono. Había una ventana de un sexto piso que me susurraba que alguien me esperaba fuera. Aún sigue esperando, como veis. Y cada vez que paso frente a aquella ventana siento una sensación de victoria indescriptible. No muchos pueden decir lo mismo. Me siento un tipo afortunado pero, como decía Rosa Montero: El mal existe porque lo permitimos.
Deja una respuesta